domingo, 5 de julio de 2009

Algo fugaz.

Miró a través de la ventana abierta. El verde del prado la acogió con deslumbrante color, demasiado intenso. Alzó la mirada al cielo, en busca de alguna nube, pero solo encontró el sol y la inmensidad del firmamento, demasiada luz. Cerró la ventana y corrió las cortinas. Aún así el día llenaba la habitación.
Le dio la espalda con incontrolable frustración y se alejó hasta el sofa, donde se dejó caer hundiendo la cara entre los cojines. Cerró los ojos con fuerza, intentando no ver ni el más mínimo rastro de luminosidad. Y trató de dormirse, dejándose llevar por un ligero sopor.
Oyó, a lo lejos, como abrían la puerta de su habitación. No oyó los pasos del ser que se había colocado frente a ella, ni siquiera su respiración. De hecho no había respiración. Pero solo tuvo que aguzar un poco el oído para escuchar sus latidos. Caleb. Dejó escapar un largo suspiro. Sabía que él estaba sonriendo.
-No puedes quedarte aquí. Ahí fuera hay todo un mundo-su voz, casi tan entonada como una canción, resonó contra las paredes traspasando el muro de cojines que ella había elevado a su alrededor.
En ese momento pensó en lo estúpido que era al hablar siempre con esa entonación. Se quedó quieta, en tensión. Era un mentalista, podía leer los pensamientos. Suspiró al notar el anillo en su dedo anular, el anillo que protegía su mente de cualquier invasión. Volvió a tranquilizarse, su corazón se relajó, pero siguió sin levantar la cabeza ni abrir los ojos.
De pronto sintió su roce en el brazo. Frío. Hielo. Le recorrió un escalofrío. Ya podía aprender a modular su temperatura, pensó mientras retiraba el brazo con deliberada brusquedad y alzaba la cabeza entre los cojines. Los mechones blancos cubrieron su rostro, enroscándose unos entre otros. Parpadeó varias veces, demasiado luz de nuevo.
Él la observaba con su habitual, y casi tan eterna como él, media sonrisa. Ella hizo una mueca al ver su infinita paciencia, todos los días igual.
-No puedes quedarte aquí-dijo como si no lo estuviera repitiendo.
-No me agobies. Dos minutos y salgo a entrenar.-acto seguido hundió de nuevo la cabeza entre los cojines.
-Ya no vas a entrenar más. Ya has terminado, Naia.
Las palabras flotaron en el aire. Una a una se fueron clavando en la mente de Naia, hasta que esta las asumió y saltó del sofa. Se irguió frente a Caleb, estirándose para llegar al menos hasta su barbilla. Maldijo una vez más pertenecer a la rama más pequeña de los elfos. En ese momento no recordó, o no le importó, llevar aún la ropa de dormir, demasiada piel oscura se veía a través del camisón.
-¿Qué has dicho?-su voz le sonó extraña al salir de sus labios, demasiado emocionada.
-Has terminado, ya estás lista-Caleb ensanchó la sonrisa-. Date prisa, ponte ropa más apropiada y estaremos abajo esperándote.
Se dio la vuelta y, tan rápido y silencioso como había entrado, salió dejando a Naia plantada en medio de su habitación con los ojos abiertos como platos.

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