viernes, 11 de septiembre de 2009

Disturbia.


Entré a la habitación con pasos lentos, el pulso acelerado y miedo, muchísimo miedo. Al verla, allí tumbada entre sábanas blancas, se me olvidó respirar. Creo que apreté los puños y quizás mi cara se contrajo en una mueca que revelaba el dolor que sentía, pero no lo recuerdo bien. Supongo que me acerqué como pude hasta ella porque su imagen se fue agrandando, su rostro es lo más nítido que recuerdo de aquellos días.

Era ella, la reconocía, pero no podía serlo. No tenía sentido. Su pelo estaba desparramado alrededor de su cara, los tirabuzones la enmarcaban de forma casi perfecta, alguien la habría peinado. Eran de la misma forma, enrollándose unos entre otros y en algunos tramos lisos, pero había algo distinto, habían perdido brillo, incluso color. Su piel estaba pálida, demasiado pálida a pesar de ser invierno. Los labios, ligeramente resecos, estaban entreabiertos pero no podía ver sus dientes. Podría haber pensado que sencillamente estaba dormida, pero sabía que no, prácticamente se podía decir que la vida había escapado de sus, casi siempre, arreboladas mejillas. Y muchos cables. Cables que conducían a los monitores, la única prueba aparente de que algo vivo quedaba en ella.

Creo que me desmayé cuando su olor, dulce y envolvente como siempre, llegó hasta mí, ahora parecía cansado, distante, casi moribundo.

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